En el siglo XVIII existía una hermandad que encapuchados recorría todas las noches las oscuras y estrechas calles de Madrid. Su misión era alejar a los madrileños de la tentación, de la mala vida y ayudar a jóvenes no casadas a ocultar su embarazo. La gente la llamaba la Ronda del pecado mortal, aunque su nombre verdadero era Santa y Real Hermandad de María Santísima de la Esperanza y Santo Celo en la salvación de las almas.
Alumbrados con faroles, con voces y cantos lúgubres advertían a quienes vivían en pecado. Su presencia causaba mas temor que respeto a una población que vivía entre el fanatismo religioso y las supersticiones.
La Ronda del pecado mortal recorrían sobre todo barrios donde se hacinaban los pobres de la ciudad. Barrios de jornaleros, aguadores, modistillas, chisperos y todo tipo de artesanos. Calle de Toledo, Arganzuela, toda la zona de las Vistillas, Lavapiés y otros ‘barrios bajos’ donde recaían las sospechas de convivencias ilícitas y encuentros secretos. Es lo que tiene, los pobres siempre han sido más pecadores ante los ojos de los santos nobles, burgueses y eclesiásticos, que ellos mismos.
Las visitas a mancebías, prostíbulos, casas donde se organizaban bailes y otros lugares de diversión del entorno de las plazas de la Cebada y Puerta Cerrada, eran muy frecuentes.
Los canticos y letanías precedidos del tañido de campana daban un ambiente fúnebre a la noche madrileña. Letras como la siguiente se podían oír claramente desde la calle o el jergón.
Alma que estás en pecado,
Si esta noche te murieras
piensa bien adonde fueras.
Aunque tus culpas confieses,
si no dejas la ocasión
cierta es tu condenación.
Quien mal vive mal acaba;
y así, llora tu pecado,
no amanezcas condenado.
La hermandad solicitaba limosnas “para hacer bien y decir misas por las almas que están en pecado mortal”, cantinela habitual por la que el pueblo puso el nombre a la hermandad. A su paso, algunos vecinos arrojaban desde las ventanas monedas envueltas en trozos de papel ardiendo, para que los cofrades pudieran ver donde caían. Todo esto terminó en los años 30 del siglo XIX, coincidiendo con la desaparición del tribunal de la Inquisición.
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