Ha pasado una semana y de regreso temo que Gala no esté. Si fuera por encontrar a unos amos que vivan aquí y sean buenos, me alegraría mucho. Aunque, por otro lado, me encantaría que estuviera por la bodega, que no se haya marchado para jugar con él.
Paro el coche, estoy al otro lado de la portada. Parecerá mentira, pero estoy inquieto. ¿Estará o no? Abro la puerta, avanzo unos pasos e, inesperadamente, de entre unas matas de tomates sale Gala. Maúlla dos veces y corre hacia mí.
¡Qué alegría!, ¡qué guapo! ¡qué gordito! Viene hacia mí con la intención de frotar su cabeza contra mis piernas. Mientras, ronronea con un sonido parecido a un motor, sube y baja las patas delanteras alternativamente y abre la zarpa de la pata que mantiene en el aire. Yo le acaricio en el cuello, cuando dejo de hacerlo, me coge la mano con las patitas delanteras y la dirige hacia su cabecita para que siga: este gato es muy candongo.
No me pierde paso. Donde voy, va. Ha entrado en la cocina y resulta que hace al frigorífico las mismas alharacas que a mí, ¡será posible! no me lo puedo creer. Ahora resulta que en la escala de valores gatunas estoy al nivel de un frigorífico. ¡Claro! ahora lo entiendo. Como de la gran caja blanca salen las golosinas y la comida, considera que también tiene que hacerle la pelota . Este gato es "mu tonto".
La noche se convierte en una lucha sin fin, él queriendo entrar y nosotros sacándole fuera. Es incansable, ¡qué cabezota!,¡qué gato más cabezón! Al final, se queda arriba del árbol más próximo a la ventana y nosotros tenemos que conformarnos con dormir asados de calor: no podemos abrir la ventana para que no se cuele el gato.
Son las ocho de la mañana, el día se presenta claro y el solano sopla de vez en cuando. Gala no está, es raro. No obstante, le preparo el desayuno y me canso de llamarle para que acuda a comérselo: ¡chito!, ¡chito!, ¡chito! pero, nada, no aparece. Me siento a tomar un café. Al momento, oigo un ruido de patas por el tejado y un revuelo de hojas ¡Pero, Gala! ¿Qué trae en la boca?, me pregunto ¡Ay Dios mio! Se aproxima muy estirado con el rabo hacia el cielo, como un héroe que llegara victorioso de una batalla. Sucede, sencillamente, que trae una paloma en la boca. Se acerca despacio hasta llegar a la altura de mis pies. Con una sutil reverencia deposita la paloma delante de mi. Se pavonea un poco, como diciendo: "mira lo que he cazado". Alucino (como se entere mi vecino, va alucinar también), pero cómo le metes a este felino en su diminuta cabecita que eso esta mal. ¡Va! ¡que sea lo que Dios quiera!
El fin de semana transcurre plácidamente. El domingo por la tarde, poco antes de partir, noto un cambio de aptitud en Gala, no se deja acariciar y me da la espalda; creo que sabe que nos vamos y está enfadado. Yo también siento tener que dejarle, pero la vida es así: está llena de pequeños y grandes adioses.
Son las ocho de la mañana, el día se presenta claro y el solano sopla de vez en cuando. Gala no está, es raro. No obstante, le preparo el desayuno y me canso de llamarle para que acuda a comérselo: ¡chito!, ¡chito!, ¡chito! pero, nada, no aparece. Me siento a tomar un café. Al momento, oigo un ruido de patas por el tejado y un revuelo de hojas ¡Pero, Gala! ¿Qué trae en la boca?, me pregunto ¡Ay Dios mio! Se aproxima muy estirado con el rabo hacia el cielo, como un héroe que llegara victorioso de una batalla. Sucede, sencillamente, que trae una paloma en la boca. Se acerca despacio hasta llegar a la altura de mis pies. Con una sutil reverencia deposita la paloma delante de mi. Se pavonea un poco, como diciendo: "mira lo que he cazado". Alucino (como se entere mi vecino, va alucinar también), pero cómo le metes a este felino en su diminuta cabecita que eso esta mal. ¡Va! ¡que sea lo que Dios quiera!
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