El domingo 15 se presentó de un tirón y sin aviso. Debido a la costumbre adquirida de madrugar, pateábamos muy temprano las calles de un Santiago diferente, sin aglomeraciones, con apenas gente, disfrutando de la brisa y oliendo a piedra recién regada.
Deambulamos sin rumbo fijo, tratando de llevarnos, impresos en la retina, todos los rincones, las fachadas, los soportales, las estatuas, las fuentes, la luz, la atmósfera jacobea. Poco a poco, las calles se fueron llenando de gentes que iban de un lado a otro, de peregrinos que llegaban y se abrazaban , de señoras en busca del pan, tras la misa del domingo.
Al final acabamos en la iglesia de San Francisco, a donde llegamos con la intención de recoger unas credenciales que conmemoraban los ochocientos años de la visita de San Francisco de Asís a la ciudad de Santiago. Más tarde, nos dirigimos al hotel para dejar la habitación. Después solo nos quedaba esperar a la hora de la salida del tren que nos devolvería a muestro mundo, a nuestro camino habitual, a nuestras vidas.
Las piernas pesaban mucho más que en los días de atrás. Nos costaba trabajo levantar los pies del suelo y de las piedras; parecía que unas manos invisibles nos agarraban de los tobillos para retenernos unos instantes más en Santiago. El camino se resiste a perder a sus peregrinos y, a su vez, los peregrinos se aferran con fuerza al camino, a su camino. Ambos -peregrino y camino- saben que la separación es inevitable, aunque tarde o temprano, en algún momento incierto, se producirá el reencuentro.
Ya eres un veterano, y estarás empezando a preparar el tercer camino. Un abrazo Carlos
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