El día comienza sobre las cinco de la mañana, en la habitación de un hotel, en cualquier localidad del Camino que lleva a Santiago.
El cuerpo, harto de dormir, se resiste al movimiento temiendo lo que se le va a perdir. Es la mente la primera que se tira de la cama y empieza a posicionarse, primera pregunta ¿Dónde estamos? segunda ¿Qué nos espera? A continuación, visualiza el trazado de la etapa del día, para después ir dando, suavemente, órdenes a la maquinaria del cuerpo para que vaya desperezándose.
Lo primero, un repaso de todas y cada una de las partes del cuerpo para determinar si hay algo en malas condiciones y poner solución, si la tiene.
Movimiento de los dedos de los pies, giros de tobillos, tensión de los gemelos, músculos de los muslos, cintura, espalda, cuello, dedos de las manos, muñecas, estómago. Tras la revista a la maquinaria suele tocar el implacable despertador y, en ese momento, sin más dilación hay que levantarse, afeitarse, ducharse y realizar los ejercicios de estiramiento y calentamiento. Una vez vestidos y recogido todo el material, a eso de la 6 o 6,30 cargamos las mochilas, cogemos los bastones, damos la última ojeada a la habitación para no dejar nada olvidado y bajamos a desayunar.
Este es el momento para colocar el cuerpo en la disposición debida para afrontar el reto diario. Espalda estirada, cuello erguido, mirada por encima del horizonte y aptitud de comerte el camino si hace falta.
El desayuno suele consistir en zumos de naranja o limón, café con leche y tostadas de pan con aceite. No se tardar mucho en dar buena cuenta de los alimentos, apenas hay cruce de palabras, la tensión se siente. Digamos que nos encontramos como los pura sangre, en los cajones de salida de una carrera.
Por fín salimos a la calle, el viento fresco de la mañana nos acaricia la cara. El cuerpo quiere andar, hasta hay que sujetarle para que no se desboque.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario