Cuando era joven pensaba que las diferencias entre clases sociales se irían eliminando poco a poco. Tengo que reconocer que, hasta no hace muchos años, llegué a pensar que con la bonanza económica casi no existían dichas diferencias.
¡Iluso de mí! Las manos negras y la manos blancas detonaron la burbuja inmobiliaria, y la onda explosiva colocó a cada uno en su lugar.
Hoy vivimos en plena resaca de la recolocación social. Intentando autoconvencernos de que el puesto que nos ha tocado es el mejor posible, que podría habernos ido peor.
¿Os suena de algo? ¿No? ¿Seguro? Bueno, pues a mí sí. Me suena a homilía de domingo impartida por don Benito, por el padre Isacio o por el coadjutor de turno, que se acercaba a decir la misa.
¡Qué tiempos aquellos! Los padres de familia estaban pluriempleados para mal llegar a fin de mes, las fresqueras se cerraban el día quince por fin de existencias, la ropa y el calzado pasaba de mayores a pequeños, había colegios de ricos, de pobres y hasta del Ayuntamiento; no se conciliaba la vida familiar con la laboral, ni tan siquiera se pronunciaba este verbo tan moderno. Muy al contrario, la frase que te abría esperanzas de futuro era: "Cuando seas padre, comerás carne".
A pesar de todo, eramos felices, estábamos seguros de que el trabajo dignificaba al hombre. En la España de entonces, había muchísimas personas cargadas de dignidad. Eran muy pocos los "indignos".
En fin, ¿De verdad que nos os suena esto? ¿Seguro, seguro? Pues seré yo que estoy pregagá y no distingo la realidad de los recuerdos.
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