Don Carlos Ucel y Guimbarda había perdido a su bella y adorada esposa cuando más feliz se juzgaba con tan buena compañera. El cielo quiso, para consolar la amargura que aquella pérdida le causara, dejarle una hija, blanca y hermosa como su nombre, y tímida y sencilla como el espíritu de un ángel. Jamás salía de casa, sino acompañada de una dueña, en sus primeros años, y después de su padre, que en ella cifraba toda su ventura y sus esperanzas. Contaba unos 17 años cuando en uno, al llegar la velada entonces, hoy feria de la Fuensanta, la llevó a beber aquellas puras y apetecidas aguas y orar por su madre ante la venerada imagen, amor de todos los cordobeses.
Dos o tres años habrían transcurrido cuando, a la altas horas de la noche, oyeron llamar a la puerta; asomáronse y eran unos hebreos que iban a quejarse al corregidor de que no les querían dar posada en ninguna de las de Córdoba, y pedían o una orden para ello o que se les dejase pasar hasta el día, aun cuando fuera en el portal de su casa. Consintió Guimbarda en esto último, y la dueña que había recibido el recado ponderó a doña Blanca lo extraño de las figuras de los nuevos huéspedes, hasta el punto que la curiosidad les hizo ir a examinarlos por el agujero de la llave del portón. Mas cuál sería su sorpresa al ver que leían en un libro a la luz de una vela amarilla, y que pasaban muy deprisa las cuentas de una especie de rosario que uno de ellos llevaba pendiente de la cintura.
A poco sonó un ruido extraño y la tierra se separó dejando una abertura que daba paso a una hermosa escalera de mármol. Por ella bajó uno, volviendo a poco acompañado de un joven que apenas frisaba en los tres lustros, de hermoso y gallardo aspecto, y un cofre, al parecer lleno de alhajas de gran valor. Aquel desgraciado, enterrado en vida, les rogó repetidas veces para que lo llevasen consigo, siendo inútiles sus quejas y súplicas, pues después de algunas prevenciones que le hicieron lo obligaron a bajar por la ancha escalera. Apagaron la vela, y con la luz desapareció también el hoyo formado en el portal, como si nada hubiese sucedido.
Llegó la mañana siguiente y los hebreos se despidieron del corregidor, dándole muchas gracias por la generosidad con que los había hospedado; mas ¡cuánta desgracia se atrajo con ella! Tanto la dueña como la hermosa Blanca ardían en viva curiosidad por saber el misterioso arcano del joven prisionero con tantas y codiciadas riquezas. Examinaron el portal y nada advertían en su pavimento, hasta que la dueña vio esparcidas por él muchas gotas de cera desprendidas de la vela encendida por los hebreos. Juntolas cuidadosamente e hizo un cerillo, con el que creían que se abriría la tierra.
Varios años pasaron. Don Carlos Ucel y Guimbarda murió solo y desesperado. Desde entonces se dice que una sombra misteriosa recorre de noche toda esta casa, atribuyéndolo al alma de doña Blanca, que aún vaga por aquellos contornos
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