Corría el año 1794, cuando Fray Diego José de Cádiz, con ayuda del Marqués de Hariza y otros muchos cordobeses habían colocado e la Plaza de los Capuchinos el Santo Cristo de los Faroles.
Pocos pocos años después, los vecinos de la zona empezaron a escuchar todas las noches, a las doce en punto, unos pasos sobre el empedrado de la Cuesta del Bailío; eran unos pasos firmes, rítmicos y marciales como sacados de un desfile militar.
El personaje de nuestra historia aparecía cada noche embozado en su capa de terciopelo por la calle Alfaros, ascendía por el Bailío y si detenerse con nadie llegaba ante el Cristo y, firme como un soldado, rezaba durante unos minutos con gran recogimiento, algo que nadie oía y marchaba con el mismo paso y ademán por la Calle del Silencio.
Corrieron por la villa mil historias llenas de sospechas y fantasías; una de ellas contaba que este señor se llamaba Carvajal y que era de familia conocida y acomodada de Córdoba que había desaparecido en oscuras circunstancias, y que si había muerto, que si había sido ajusticiado y mil conjeturas más…El caso es que desde hacía años, no residía en la ciudad. De aquí que los curiosos espiasen su salida y llegada cada noche y comentasen que si era un aparecido, un espíritu o alma en pena que venía a pedir la paz para su alma atormentada al Santo Cristo de los Capuchinos.
Contaban que al entrar cada noche en la Calle del Silencio, entrada y salida de la Plazuela del Crucificado, el viandante desaparecía sin dejar rastro. Nadie pudo nunca ver su cara ni dónde acababan sus pasos…
Pero un día, el último que tenía para hacer su ronda, el Carvajal quiso visitar al Santo Cristo y despedirse de la comunidad que lo guarda, en el convento de la misma plaza.
El misteriosos caballero explicó el motivo de tan enigmática situación de la forma siguiente:
"Tengo destino en Cuba, en los ejércitos del Rey, nuestro señor, y he venido a cumplir una antigua promesa que hice al Cristo de Fray Diego, apenas fue colocado ahí donde está.
Volvía a mi casa, por la Calle del Silencio a muy altas horas de la noche, cuando fui asaltado muy violentamente por dos encapuchados. Huí de ellos como pude pero siempre volvía a caer en sus manos, hasta que tuve que intentar defenderme con todas mis fuerzas y a la desesperada, y tanto fue el ardor de ellos y el mío en la pelea que rodamos por el suelo, brillaron las armas y brotó la sangre…y de pronto, y casi sin darme cuenta, me encontré solo y asustado junto a la columna de la Cruz del Cristo. Dile gracias infinitas por haberme salvado de aquellos bandidos y prometí visitarlo cada noche que permaneciese en Córdoba a las misma hora en que me salvó de aquellas manos asesinas; prometí rezar en su presencia unos minutos y, sobre todo, decir varias veces el credo, para afirmarme en la fe.
Y así lo he hecho todas las noches de todos los días que he permanecido de permiso en nuestra ciudad, hasta que mañana emprenda de nuevo viaje a Cuba donde tomaré posesión de mi nuevo cargo y puesto de Capitán General de los Ejércitos del Rey, nuestro señor, si Dios quiere".
El personaje de nuestra historia aparecía cada noche embozado en su capa de terciopelo por la calle Alfaros, ascendía por el Bailío y si detenerse con nadie llegaba ante el Cristo y, firme como un soldado, rezaba durante unos minutos con gran recogimiento, algo que nadie oía y marchaba con el mismo paso y ademán por la Calle del Silencio.
Corrieron por la villa mil historias llenas de sospechas y fantasías; una de ellas contaba que este señor se llamaba Carvajal y que era de familia conocida y acomodada de Córdoba que había desaparecido en oscuras circunstancias, y que si había muerto, que si había sido ajusticiado y mil conjeturas más…El caso es que desde hacía años, no residía en la ciudad. De aquí que los curiosos espiasen su salida y llegada cada noche y comentasen que si era un aparecido, un espíritu o alma en pena que venía a pedir la paz para su alma atormentada al Santo Cristo de los Capuchinos.
Contaban que al entrar cada noche en la Calle del Silencio, entrada y salida de la Plazuela del Crucificado, el viandante desaparecía sin dejar rastro. Nadie pudo nunca ver su cara ni dónde acababan sus pasos…
Pero un día, el último que tenía para hacer su ronda, el Carvajal quiso visitar al Santo Cristo y despedirse de la comunidad que lo guarda, en el convento de la misma plaza.
El misteriosos caballero explicó el motivo de tan enigmática situación de la forma siguiente:
"Tengo destino en Cuba, en los ejércitos del Rey, nuestro señor, y he venido a cumplir una antigua promesa que hice al Cristo de Fray Diego, apenas fue colocado ahí donde está.
Volvía a mi casa, por la Calle del Silencio a muy altas horas de la noche, cuando fui asaltado muy violentamente por dos encapuchados. Huí de ellos como pude pero siempre volvía a caer en sus manos, hasta que tuve que intentar defenderme con todas mis fuerzas y a la desesperada, y tanto fue el ardor de ellos y el mío en la pelea que rodamos por el suelo, brillaron las armas y brotó la sangre…y de pronto, y casi sin darme cuenta, me encontré solo y asustado junto a la columna de la Cruz del Cristo. Dile gracias infinitas por haberme salvado de aquellos bandidos y prometí visitarlo cada noche que permaneciese en Córdoba a las misma hora en que me salvó de aquellas manos asesinas; prometí rezar en su presencia unos minutos y, sobre todo, decir varias veces el credo, para afirmarme en la fe.
Y así lo he hecho todas las noches de todos los días que he permanecido de permiso en nuestra ciudad, hasta que mañana emprenda de nuevo viaje a Cuba donde tomaré posesión de mi nuevo cargo y puesto de Capitán General de los Ejércitos del Rey, nuestro señor, si Dios quiere".
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