Bajaba por la cuesta del Bis-Bis, un arrogante caballero, con su tizona toledana y embozado en una capa de paño. Tintinean las espuelas en el suelo empedrado de las estrechas callejas.
Cerca a la judería, en un mesón, toma un vino el caballero, mientras todos los presentes le observan al llegar. Rápidamente abandona el lugar y deja tras sí los murmullos que dicen con desprecio: Don Diego de Sandoval es aquél, “el Judío”, Con ese apodo es conocido el duque por nobles y plebeyos, todo debido a los amores que siente por Salomé, la judía, que se muestra esquiva y fría y le niega sus favores.
En esta noche de luna, Don Diego entra en la judería, en una estrecha calleja, en una blanca mansión con gran reja bien forjada y tras un muro de jacintos se cubría, ella vivía.
Ella el balcón no abre, pues esquiva y aleja a Don Diego, y éste desea saber el por qué de tal afrenta… Don Diego tiembla de ira, gime de amor despechado y con desdén y amor mira, por los jacintos cerrados, ese balcón, tras el que el duque, pretendido y enamorado observa. Oye tras la celosía a Salomé, reír y cantar con su familia, sin saber el motivo de tal alborozo.
“La luna se está apagando,
la noche es tiniebla pura;
espectros andan vagando
por la calleja oscura.”
El hace un manojo de jacintos, y con el pomo de su puñal golpea el ventanal, que Salomé no place abrir…
De improviso, un estrépito estalla al pie de aquél vano, y el duque de Sandoval cae en tierra agonizando, y los jacintos blanquean el rojo manantial que con su sangre está brotando.
“Cuando el día amaneció
todos preguntan quién
al duque anoche mató,
unos dicen que fue él,
otros: No, que el diablo fue,
y otros: castigo de Dios.
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