Cuenta la leyenda que la legendaria Catedral de Burgos recibía todos los días una visita real que vestía de incógnito, se trataba del rey Enrique III el Doliente, que era un fiel cristiano que acudía todos los días a rezar. Un día, el joven rey se encontraba rezando, cuando al levantar su mirada, vio a una hermosa dama que se había arrodillado frente a la tumba de Fernán González. De vez en cuando el joven la miraba. Cuando la muchacha se dispuso a salir de la catedral y pasó por su lado cruzó una fugaz mirada con el rey. Enrique III decidió seguirla a distancia para conocer donde vivía.
Todos los días, el rey cuando entraba en la Catedral de Burgos, buscaba con su mirada a la bella mujer. Su corazón solamente se reconfortaba cuando la veía orar frente a la tumba. Durante largo tiempo la siguió hasta su casa sin ser capaz de hablar con ella. La timidez tan profunda que padecía el rey le impedía dirigirse a la joven. Pero la muchacha, que se había dado cuenta que era observada dentro de la catedral y era seguida todos los días a su casa, decidió intentar que el joven rey le dedicara unas palabras de esperanza. Cuando la hermosa mujer pasó a su lado dejó caer disimuladamente su pañuelo a los pies del joven. Enrique III se apresuró a recogerlo pero en lugar de devolverlo lo guardó a la altura de su pecho. Con una leve sonrisa, pero sin mediar palabra, el rey dio a la joven un pañuelo suyo. La muchacha esperó que él le dijera algo pero éste bajó la mirada y no supo pronunciar palabra alguna. Cerrando sus ojos llorosos, la muchacha se dio la vuelta y se dispuso a salir. Pero antes que llegara a la puerta emitió un lamento tan desgarrador que el eco de la catedral se encargó de hacerlo, aún más, ensordecedor.
Al día siguiente, Enrique III regresó a la catedral para orar. Cómo todos los días dirigió su mirada a la tumba de Fernán González. Pero para su dolor, la joven no estaba allí. El rey la buscó por todos los rincones y al no encontrarla se dispuso a rezar. Pero continuamente giraba su cabeza y sus ojos la buscaban con esperanza de volverla a ver. Mientras, aquel lamento resonaba con fuerza en su interior. Pero la bella muchacha ya no regresó a la catedral. Y un día tras otro, el alma atormentada del rey oraba pidiendo fuerzas para no desfallecer. Un día decidió ir a la casa donde la había visto entrar muchas veces. Con gran sorpresa, vio que el edificio tenía un lamentable estado de abandono: la puerta abierta, las ventanas rotas, el interior desordenado y sucio. Enrique III no entendía nada. Solo sentía en su interior un gran desaliento que le paralizaba la respiración. Buscó, entró y no halló. Todo tenía la apariencia de haber estado abandonado durante años. Y así se lo confirmó un vecino. Los habitantes de la casa habían muerto, hacía décadas, enfermos de peste.
Muy abatido, el rey regresó al castillo y durante días no salió de él. Las visiones de la muchacha recogiendo su pañuelo, la mirada dulce de ella y aquél lamento desgarrador le estaban debilitando rápidamente su salud. Preocupados sus médicos, ordenaron al rey que saliera a pasear todos los días por los alrededores de Burgos. Al atardecer, Enrique III caminaba en solitario para intentar distraerse. Una tarde, tan absorto estaba en sus pensamientos, que andó mucho más de los acostumbrado. Cuando volvió a la realidad, se dio cuenta que se había perdido. Intentó regresar rápidamente sobre sus pasos ya que comenzaba a anochecer. Sin embargo, fue incapaz de recordar el camino. Sin darse cuenta, iba en dirección contraria internándose cada vez más en el bosque. Cayó la noche y un silencio aterrador lo cubrió todo. Solo se escuchaba las pisadas torpes y la respiración entrecortada del rey.
De pronto, el joven comenzó a escuchar movimientos extraños detrás de unos matorrales cercanos. Unos ruidos que le helaron la sangre. Se oían respiraciones fuertes que erizaban la piel, se escuchaban muchas pisadas que rompían las ramas al pasar. Preso del pánico, el monarca salió corriendo desenvainando su espada al mismo tiempo. Pero unos ojos brillantes paralizaron su carrera completamente. Doce ojos hambrientos de carne humana. Seis lobos le habían acorralado sin dejar hueco para poder escapar. Los animales le atacaron y el rey supo defenderse con su espada. Golpeaba al que sentía más cerca sin desfallecer mientras las fauces del resto intentaban clavarse en su cuerpo.Pero el joven rey cada vez más cansado por el esfuerzo comenzó a debilitar sus golpes. Cuando ya había decidido dejarse vencer, de pronto, en el bosque sonó un lamento desgarrador, tan profundo y lastimero que asustó a los lobos que salieron como almas perseguidas por el diablo.A Enrique III se le paralizó por unos minutos el corazón. Cuando todo quedó nuevamente en silencio apareció la figura de la muchacha de la Catedral de Burgos ante él. Esa joven que tanto amaba y recordaba. El rostro de la dama, que siempre había sido muy hermoso, esta vez estaba marcado por el dolor y la tristeza. Unos ojos brillantes, unas mejillas húmedas, una piel blanquecina y unos labios inmóviles y muy prietos. El joven rey, seguía escuchando pequeños lamentos que salían de ella. Pero no los pronunciaba su boca, parecían surgir desde su corazón. Esta vez, el rey se encaminó hacia ella decidido a abrazarla y besarla. Pero la muchacha le apartó delicadamente y le dijo:
«Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y heroico de Fernán González y el Cid. Pero no puedo ofrecerte ya mi amor. Sacrifícate como yo lo hago…»
Y después de pronunciar estas palabras, la muchacha cayó rendida a sus pies. En su mano derecha apretaba con fuerza el pañuelo que en su día él le dio. Lo había acercado a su corazón. Pasó la noche el rey al lado de su amada y cuando comenzó la luz del amanecer a nacer de nuevo, él regresó a Burgos. Atormentado su corazón y queriendo inmortalizar su amor, mandó a un artesano morisco que creara una figura para colocarla encima de un reloj veneciano en el interior de la Catedral de Burgos. Además, intentando eternizar el lamento que resonaba continuamente en su interior, pidió al artesano que la figura emitiera un sonido al toque de las horas.
Pero el artesano no era excesivamente hábil y no supo reproducir la belleza de la joven. Creó una figura muy grotesca que, además, emitía un grito estridente que provocaba las burlas y las risas de los fieles en el interior de la catedral. Este fue el último intento de Enrique III para inmortalizar el recuerdo de aquella muchacha a la que nunca se atrevió a contar sus sentimientos y el Papamoscas, como así lo llamaron porque abría y cerraba la boca cada vez que daba las horas, se convirtió en objeto de innumerables visitas de los peregrinos del Camino de Santiago que entraban en la Catedral de Burgos para buscar descanso…
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