Cuenta la leyenda que siendo nombrado Atilano, obispo de la diócesis de Zamora, y considerando el joven, no ser digno del honor recibido, decidió iniciar una peregrinación a Tierra Santa.
Cuando salió de Zamora se paró ante el antiguo puente romano y tiró su anillo episcopal al río Duero. Pensando que si algún día lo volvía a encontrar asumiría esa misión, y sería una cuestión de destino divino.
Cuando volvió de su peregrinaje, se sentó a almorzar en una posada cerca de la iglesia del Sepulcro. Pidió un pescado y en el interior encontró el anillo que había arrojado al río. Se puso el anillo y las campanas empezaron a repicar y las vestiduras polvorientas del peregrino se transformaron milagrosamente en vestiduras episcopales.
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