Hoy no nos ha despertado nada ni nadie. A las seis de la mañana, hartos de estar en la cama, nos hemos puesto en pie. Después de los aseos matutinos y de un desayuno generoso nos hemos plantado delante de la escalinata que da acceso a la parte antigua de Sarría.
Lenta y suavemente hemos afrontado las escaleras y las duras rampas que vienen después. La mañana era fresca, luminosa y soleada. El camino era hoy un hervidero de peregrinos -en su gran mayoría comenzaban la ruta- a los que se les adivinaba la ansiedad del principiante. Con el paso de los kilómetros su euforia se ha ido aplacando y a la llegada a Portomarín los pies y las piernas pasaban factura a tan vigoroso comienzo.
El camino de hoy ha sido un rompe piernas, con constantes subidas y bajadas. Aunque, arropados por tupidos bosque y por prados generosos apenas hemos sentido el cansancio. De vez en cuando, alguna humilde iglesia románica salpicaba el horizonte y convertía nuestro camino en un espacio propicio para la reflexión.
Nuestro ritmo hoy ha sido vertiginoso, se nota que nuestras dolencias van remitiendo y los engranajes están engrasados a la perfección. ¡Por fin!
Después de una larga galopada, adelantando peregrinos, nos hemos visto ante una bajada que nos ha dejado a los pies de Portomarín. Solo restaba atravesar el puente que sobrevuela la presa y subir las escaleras de entrada.
Portomarín es un pueblo bonito, producto de la construcción de la presa sobre el Miño (en su día, verdugo del antiguo pueblo).
En resumen, la etapa ha sido redonda: tiempo perfecto, trayecto interesante y exigente, ritmo óptimo y buenas sensaciones. ¿Quién pide más?
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