domingo, 20 de enero de 2013

El mundo gatuno y yo - capítulo 1

  
    Mi relación con el mundo gatuno siempre ha sido muy próxima. Podría decir que desde la más tierna infancia he tenido algún gato en mi vida o a mi alrededor.
    Con mis abuelos paternos vivía  una colonia de gatos toledanos capitaneada por una gata negra zaina  conocida por Morita. Junto a la Morita y su trupe pasábamos los veranos como una gran familia. Todos los hermanos nos saltábamos las normas de no darles de comer de más  y en lugares prohibidos y ella, supongo que agradecida por la rebelión, nos dejaba que la acariciáramos y jugaba con nosotros cuando quería, que así son los gatos.
    Pasó el tiempo sin que ningún nuevo gato entrara en mi vida, hasta que apareció  Tato. Tato era un gato blanco y negro, de cuna humilde, pero de costumbres aristocráticas: comía  paté, quesitos y jamón de york, del bueno, claro está. Educado en los mejores colegios, leía a los clásicos  mientras  hacía sus necesidades en el bidé. Cursó carrera y realizó una tesis doctoral  en filología gatuna con gran   brillantez. Un gato inteligente, intuitivo, cariñoso cuando quería, ¡vamos ! un lujo de gato.  
   Pasaron trece o catorce años desde la marcha de Tato, hasta que, de nuevo, volvió a mi vida  un felino. Ocurrió, como suele pasar  con estos animales, por decisión propia, del gato, quiero decir. Así  comienza la historia de mi manada.
    Una noche de verano, a las tantas, mientras nos despedíamos de unos amigos, salió de entre unos cubos de basura un gatito romanito, que dirigiéndose a nosotros, nos maullaba insistentemente (mau, mau..). Me agaché, le acaricié y le dije: "¡ale! vente". El gato, sin pensárselo dos veces comenzó a caminar detrás de nosotros, aunque a cierta distancia. Si parábamos, paraba. Si seguíamos, nos seguía... así hasta llegar ante la puerta de casa. Allí se detuvo y se sentó mirándonos fijamente como diciendo ¿No me vas a invitar a entrar?  Al cabo de unos segundos, le dije: Anda, pasa. Y así lo hizo.

Galita
   El gato entró tranquilamente  en casa, le alojamos en la bodega e improvisamos su cena con restos de cocido y  un poco de leche. No se lo comió, se lo tragó en  un santiamén. Estaba claro que, a no ser  que el gato decidiera otra cosa, iba a quedarse con nosotros. Así que pensamos en la necesidad de ponerle un nombre. Gala, fue el apelativo elegido. No sé por qué pensamos que era hembra. Más adelante salimos del error.
     Nos acostamos pensando que al día siguiente el gatito no estaría, dado que  el lugar donde le dejamos es una zona con resguardos, pero con todas las vías abiertas para la libertad de marcharse por los tejados o salir por el albañal.
     Al  día siguiente, muy temprano, abrí la puerta del corral...
Continuará.














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