Águila Roja se cuela en nuestros hogares todos los jueves por la noche con la intención de hacernos pasar un buen rato. Águila es el protagonista de una serie que no es grande en nada, es más, tiene muchas deficiencias: no respeta la ambientación de la época, no cuida el lenguaje, ni el vestuario, ni la música, ni nada de nada.
Sin embargo, tiene ciertos valores que la hacen acreedora a cuotas millonarias de audiencia. Por ejemplo, los protagonistas son reales, tiernos, despiadados, fieles, traidores, lujuriosos, pecadores, inocentes, altruistas, justicieros: no les falta ninguna virtud, ni les sobra ningún defecto. Nos muestra todos los estratos sociales, de arriba a abajo sin tapujos, ni vergüenzas. Por la pantalla desfila la monarquía -con un rey promiscuo, con hijos legales y bastardos-. La iglesia con obispos lascivos, lujuriosos, ambiciosos, manipuladores y malvados. La nobleza con su decadencia endémica, entregada a las intrigas, vicios y placeres. La autoridad civil con sus torturas y apoyo incondicional a los poderosos y, al final, el pueblo llano indefenso ante los intereses de los superiores y condenado a una subsistencia penosa y llena de carencias.
Entre todo este batiburrillo social, surge Águila Roja: el superman del siglo XVII, presto al rescate de los necesitados, enfundado en su uniforme de Ninja manchego, con el objetivo de desfacer entuertos, impartir justicia y poner las cosas en su sitio. Siempre acompañado por su fiel escudero, Satur. El Sancho Panza cervantino al servicio de un Ninja no entiende nada, pero su lealtad no tiene límites, a pesar de de vestir un uniforme ridículo comprado en algún todo a cien.
La serie estuvo en el alambre con la llegada al poder de Mariano I y su corte. Incluso se especuló con el cambio de nombre -de Águila Roja a Gaviota Azul- pero ante la extrañeza de propios y extraños, y en uno de los pocos gestos democráticos de Mariano I, la ha mantenido en antena con su formato original.
Los lunes, sobre las once, experimento la misma sensación contradictoria de haber visto una serie ridícula que, sin embargo suscita en mí el deseo de poner en pie, en estos tiempos que corren, a muchos Águilas Rojas y a muchos más Satur.
Sin embargo, tiene ciertos valores que la hacen acreedora a cuotas millonarias de audiencia. Por ejemplo, los protagonistas son reales, tiernos, despiadados, fieles, traidores, lujuriosos, pecadores, inocentes, altruistas, justicieros: no les falta ninguna virtud, ni les sobra ningún defecto. Nos muestra todos los estratos sociales, de arriba a abajo sin tapujos, ni vergüenzas. Por la pantalla desfila la monarquía -con un rey promiscuo, con hijos legales y bastardos-. La iglesia con obispos lascivos, lujuriosos, ambiciosos, manipuladores y malvados. La nobleza con su decadencia endémica, entregada a las intrigas, vicios y placeres. La autoridad civil con sus torturas y apoyo incondicional a los poderosos y, al final, el pueblo llano indefenso ante los intereses de los superiores y condenado a una subsistencia penosa y llena de carencias.
Entre todo este batiburrillo social, surge Águila Roja: el superman del siglo XVII, presto al rescate de los necesitados, enfundado en su uniforme de Ninja manchego, con el objetivo de desfacer entuertos, impartir justicia y poner las cosas en su sitio. Siempre acompañado por su fiel escudero, Satur. El Sancho Panza cervantino al servicio de un Ninja no entiende nada, pero su lealtad no tiene límites, a pesar de de vestir un uniforme ridículo comprado en algún todo a cien.
La serie estuvo en el alambre con la llegada al poder de Mariano I y su corte. Incluso se especuló con el cambio de nombre -de Águila Roja a Gaviota Azul- pero ante la extrañeza de propios y extraños, y en uno de los pocos gestos democráticos de Mariano I, la ha mantenido en antena con su formato original.
Los lunes, sobre las once, experimento la misma sensación contradictoria de haber visto una serie ridícula que, sin embargo suscita en mí el deseo de poner en pie, en estos tiempos que corren, a muchos Águilas Rojas y a muchos más Satur.
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