En las playas de Benicasim, con la vista en el horizonte, sintiendo cómo las olas mojan levemente mis pies, dejo volar libremente mi mente y veo a un grupo de niños jugando entre los olivos y algarrobos que rodean la estación del tren.
Uno de ellos se detiene, señala con la mano hacia el mar. ¡Unas barcas!, ¡Unas barcas!, grita. El resto de niños se quedan hipnotizados con la visión de las barcas, que han aparecido de repente.
Los barquitos se aproximan rápidamente a la orilla, tan rápido que empiezan a elevarse del agua. Los niños salen del estupor de la sorpresa y entran en un estado de pánico incontenible.
¡Aviones! ¡Aviones! gritan y gritan, mientras buscan refugio entre los árboles. Una niña con un bebé en los brazos corre sin parar, aprieta al bebé contra su pecho, en un intento de que nadie se le arrebate.
El ruido de los motores, cada vez más cerca y tableteo de las balas al lado de los niños hace que las piernas de la niña no den más de sí y caiga boca arriba al suelo. Con los ojos como platos puede ver a los valientes aviadores que ametrallan a bebés y niños cuya único delito cometido era pasar hambre y ser testigos mudos de los horrores de una guerra fratricida iniciada por unos golpista ávidos de poder y de sangre.
Segundos después, los hidroaviones desaparecen por los montes benicenses, dejando tras de sí el pánico en unos niños, que no olvidaron jamás un hecho tan cobarde y ruin, a cargo de caballeros del aire, de nacionalidad italiana bajo el mando de otro gran caballero y dictador español de nombre Francisco Franco.
La niña y el bebé, eran mi madre y mi tía y alguno de los otros niños ametrallados eran también tíos míos.
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