Cinco años en que he comprendido la vida o, mejor dicho, el
concepto de vida de los señoritos de mi pueblo.
No llegaba a entender su levantar a media mañana, ni los
vinos a medio día, ni la tertulia de parte siesta, ni siquiera esas
partidas leoninas de cartas y menos los
acosos a las faldas que se movían con el aire.
No me entraban en la cabeza las cacerías vestidos de verde,
con gorra de visera a cuadros, ni los paseos altivos a lomos de los sufridos
caballos.
Han pasado cinco años y me sigue sin gustar la vida de esos
señoritos de casino; ahora bien, he comprendido algo que ni imaginaba y posiblemente
ellos tampoco. He comprendido cuál es su verdadero capital, que hoy también es
el mío.
No son los olivos, ni las cepas, ni los montes, ni los
tractores, ni siquiera el número de peones que tienen a su servicio: su
verdadero capital es ser dueños de su tiempo. Esa es la diferencia con
los demás.
Yo llevo cinco años disfrutando de ese privilegio. No soy un señorito, no llevo su vida, ni me gustaría, pero
tengo su capital. Soy libre y dueño de mi tiempo.
Por esto, a pesar de los pesares, estoy obligado a dar las gracias a mi último amo por
darme la oportunidad de gestionar mi tiempo, de vivir mi vida.
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