jueves, 26 de julio de 2018

Mujeres olvidadas. Ines de Suarez

 Inés de Suárez llegó junto a Valdivia, y participó en la conquista de Chile. Su leyenda ha suscitado diversas obras artísticas que la sellan como una mujer clave para la historia de Chile.

     
Ilustración de Inés Suárez y Pedro de Valdivia    Nació en Plasencia, reino de Castilla en esos momentos,  en 1507. Inés era poco sociable y no se entendía bien con la demás gente, tan solo tenía como gran apoyo a su hermana Asunción. Apredió el oficio de costurera de su madre.
   A la edad de 19 años, conoció a quien sería su primer esposo, Juan de Málaga. Contrajo matrimonio años después, gracias a las influencias de su abuelo.
   Entre 1527 y 1528, Juan, su marido, se embarcó con rumbo a Panamá e Inés permaneció en España esperándole. Pasaron los años y sólo recibió noticias de él desde Venezuela. 
   En 1537, tras conseguir la licencia real se embarcó hacia las Indias en busca de su marido, contaba con algo menos de 30 años de edad, cuando llegó a América.
Facsímil de la firma de Inés de Suarez, 1565    Al poco tiempo la informan de la muerte de su marido en la Batalla de Salinas. Como compensación por ser viuda de un soldado español, recibió más tarde una pequeña parcela de tierra en el Cuzco, donde se instaló, así como una encomienda de indígenas.
     En Cuzco conoció a Pedro de Valdivia, maestre de campo de Francisco de Pizarro y posterior conquistador de Chile, recién vuelto tras la batalla de las Salinas y cuya encomienda era colindante con la suya. Hay quien especula que entre ambos se habría forjado una estrecha relación que finalmente los habría llevado a ser amantes.
  A finales de 1539, decidió marchar junto a Pedro de Valdivia en su expedición a las tierras de Chile. Para ello Valdivia solicitó autorización para ser acompañado por Inés, la que Pizarro concedió mediante carta, aceptando que la mujer le asistiese como sirviente doméstico, pues de otro modo la Iglesia hubiese objetado a la pareja. En el viaje, Inés prestó diversos servicios a la expedición, por lo que fue considerada entre sus compañeros de viaje, según Tomás Thayer Ojeda, como «una mujer de extraordinario arrojo y lealtad, discreta, sensata y bondadosa, y disfrutaba de una gran estima entre los conquistadores».
  A los once meses de viaje (diciembre de 1540), la expedición arriba al valle del rio Mapocho, donde fundaron la capital del territorio. Este valle era extenso, fértil y con abundante agua potable; pero ante la hostilidad de los naturales, la base de la ciudad se estableció entre dos colinas que facilitaban disponer posiciones defensivas, contando con el río Mapocho a modo de barrera natural.
imagen recurso_img1.jpg   Poco después de establecer un asentamiento en el lugar, Valdivia envió una embajada con regalos a los caciques locales con el propósito de demostrar su deseo de paz. Éstos, aunque aceptaron los presentes, lanzaron un ataque contra los españoles, con el cacique Michimalonco como líder. Según la historiografía española, ya a punto de derrotar a los españoles, los indígenas de pronto abandonaron las armas y huyeron en estampida, logrando ser capturados algunos de ellos. Posteriormente los cautivos declararían haber visto «a un hombre montado sobre un caballo blanco que, empuñando una espada, bajó de las nubes y se abalanzó sobre ellos», siendo esta misteriosa aparición la que provocó su huida. Los españoles consideraron que la milagrosa aparición no era sino Santiago, por lo que, en señal de agradecimiento, dieron el nombre de Santiago de la Nueva Extremadura a la recién fundada ciudad con fecha 12 de febrero de 1541.
     El 9 de septiembre de 1541, Valdivia, cuarenta jinetes y tropas auxiliares incas abandonaron la ciudad para sofocar una rebelión de los indígenas cerca de Cachapoa. Apenas llegada la mañana del día siguiente, una joven yanacona volvió con la noticia de que los bosques periféricos al asentamiento se encontraban llenos de indígenas hostiles. Al preguntar a Inés si consideraba que siete caciques que se encontraban prisioneros debían ser liberados en señal de paz, ella lo consideró como una mala idea, ya que, en caso de ataque, los líderes recluidos serían su única posibilidad de pactar una tregua. El capitán Alonso de Monroy, a quien Valdivia había dejado al mando de la ciudad, consideró acertada la suposición de Suárez y decidió convocar un consejo de guerra.
   Antes del alba del 11 de septiembre, jinetes españoles salieron de la ciudad para enfrentarse a los indígenas, cuyo número en un principio se estimaba en 8000 hombres, y posteriormente 20 000. Pese a contar los españoles con caballería y mejores armas, los indígenas eran una fuerza superior, y al anochecer lograron que el ejército rival se batiese en retirada cruzando el río hacia el este para refugiarse de nuevo en la plaza. Entre tanto, los indígenas, lanzando flechas incendiarias, consiguieron prender fuego a buena parte de la ciudad, dando muerte a cuatro españoles y varios animales. Tan desesperada parecía la situación que el sacerdote local, Rodrigo González Marmolejo, afirmó que la batalla era como el Día del Juicio y que tan sólo un milagro podía salvarlos.
   Durante el ataque, la labor de Inés había consistido en atender a heridos y desfallecidos, curando sus heridas y aliviando su desesperanza con palabras de ánimo, además de llevar agua y víveres a los combatientes y ayudando incluso a montar a caballo a un jinete cuyas serias lesiones le impedían hacerlo solo. Pero aún tendría que desempeñar un papel decisivo en la lucha: viendo en la muerte de los siete caciques la única esperanza de salvación para los españoles, Inés propuso decapitarlos y arrojar sus cabezas entre los indígenas para causar el pánico entre ellos.
Inés Suárez halla agua en el desierto de Atacama, 1541  Muchos hombres daban por inevitable la derrota y se opusieron al plan, argumentando que mantener con vida a los líderes indígenas era su única baza para sobrevivir, pero Inés insistió en continuar adelante con el plan; se encaminó a la vivienda en que se hallaban los cabecillas, y que protegían Francisco Rubio y Hernando de la Torre, dándoles la orden de ejecución. Testigos del suceso narran que de la Torre, al preguntar la manera en que debían dar muerte a los prisioneros, recibió por respuesta de Inés «De esta manera», tomando la espada del guardia y decapitando ella misma al primero, Quilicanta, y después a todos los caciques tomados como rehenes, y que retenía en su casa, por su propia mano, arrojando luego sus cabezas entre los atacantes. 
    Afirma un testimonio que «salió a la plaza y se dispuso frente a los soldados, enardeciendo sus ánimos con palabras de tan exaltadas alabanzas que la trataron como si fuese un valiente capitán, y no una mujer disfrazada de soldado con cota de hierro». Avivado el coraje de los españoles, éstos aprovecharon el desorden y la confusión causada entre los indígenas al topar con las cabezas decapitadas de sus caciques, logrando poner en fuga a los atacantes. La acción de Inés en esta batalla sería reconocida tres años después (1544) por Valdivia, quien la recompensó concediéndole una condecoración.
Gabinete de Inés Suárez en el Museo del Carmen de Maipú.
A la luz de los hechos posteriores, la unión de más de diez años entre Pedro de Valdivia e Inés Suárez no era bien vista entre algunos vecinos de marcado fervor religioso, hecho que se sumaba a otras críticas hacia el gobernador.

No obstante, la llegada de vecinos enemistados con Valdivia desde Chile provoca un juicio de residencia a Pedro de Valdivia, enfrentarse a los cargos en su contra, entre ellos la unión ilegitima con Inés Suárez. El virrey Pedro de la Gasca, después de escuchados los alegatos, lo exonera de todos los cargos, excepto en lo relacionado con Inés Suárez. La Gasca ordena imperativamente a Pedro de Valdivia que termine su relación con Inés Suárez, ordenándole casarla con un vecino de su elección. 
    Ante esto, Valdivia prometió su palabra de caballero de dar cumplimiento cabal a la sentencia dictada y arregla el matrimonio de Suárez con uno de sus mejores capitanes, Podrigo de Quiroga. Para entonces tenía ella 42 años.
    Tras casarse con Quiroga, Inés se caracterizó por llevar una vida tranquila y religiosa. Junto a su marido, quien fue persona principal en Chile, contribuyó a la construcción del templo de la Merced y de la ermita de Monserrat, en Santiago.  Doña Inés murió alrededor del año 1580, ya de avanzada edad.

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