27,6 km.
Son las cinco de la mañana, no puedo parar en la cama. Vuelta para acá, vuelta para allá. Miro y remiro el móvil esperando que den las tan ansiadas seis.
Repaso mentalmente las etapas, subidas y bajadas, kilómetros y más kilómetros. Tendido en la cama, solo de imaginar, ya empiezo a cansarme. Me embarga la duda sobre si voy a poder llegar a Santander andando. No lo sé, tan solo deseo que la rodilla no se haga notar demasiado.
Entre unas cavilaciones y otras, el móvil empieza a retorcerse y a chillar sin compasión con los que le rodean. De un salto, apago al gritón y en un periquete estoy lavado, afeitado y presto para empezar la aventura, cuanto antes mejor.
Mientras que los compañeros se preparan, exprimo los limones compulsivamente, este brebaje nos proporciona la energía necesaria para acometer la etapa y lo que se nos ponga por delante.
A las 7 ponemos los pies en la calle. Ahí estamos los tres Ruiz´s, desayunados y dispuestos a comernos el Camino. Comienza la aventura.
El aire fresco de la mañana me acaricia la cara suavemente, mientras que la humedad del mar me provoca un escalofrío de la coronilla a los dedos de los pies. ¿Mal augurio? Ya veremos.
Dejamos enseguida atrás el puente sobre el Bidasoa y nos adentramos con paso decidido por las calles de Irún. Nos cruzamos con jóvenes que vuelven de fiesta y que nos miran como si fuéramos zombis, y con barrenderos que recogen la basura que han tirados los mozalbetes del botellón.
En un abrir y cerrar de ojos salimos del centro de Irún y empezamos a ver Hondarribia en el horizonte, a la derecha el aeropuerto. Caminamos rápido junto a la carretera, hasta que una flecha amarilla nos indica que giremos a la izquierda. Abandonamos la dirección norte para tomar el margen derecho del río.
Las barcas atadas en la orilla se suceden, hasta alguna se adivina en el fondo, hundida. El verde y la humedad nos envuelven, las botan chorrean con la escarcha matinal y las huertas se suceden sin parar .
El camino se va empinando poco a poco, sin darnos cuenta, hasta que al llegar al Santuario de Guadalupe estamos sin resuello.
Como suele pasar en todos los caminos, el santuario está cerrado y es una anciana, que regenta un puesto de refrescos, quien tiene que sellarnos la credencial. ¡Esto es el Camino! ¡Sí, señor! ¡Esto es la iglesia!
Después de recuperar el aliento, continuamos nuestra subida. Nos adentramos por sendas de montaña sin perder de vista Hondarribia y el mar, el mar y Hondarribia. Ahora son las nieblas las que nos ocultan el paisaje.
El tiempo es soleado con una brisa ligera que nos refresca de estos primeros sudores y, la verdad, se agradece su compañía.
Hoy es un día para ir midiendo las fuerzas y los ritmos, ya se sabe que en estos primeros días, podemos equivocarnos y gastar fuerzas al principio de las etapa que luego en los finales son necesarias.
El camino es muy llevadero, voy cual perrillo tras de un palo, haciendo fotos, parando y arrancando, mientras los otros dos Ruiz´s caminan en animada conversación.
Son las 9,30 y no tiene que estar muy lejos Pasai, llevamos casi tres horas andando y los 16 km que hay desde Irún deben estar a punto de cumplirse.
El cuerpo pide ya reponer gasolina. Con estos pensamientos e imaginando esas barras repletas de pinchos, el camino me sorprende con una bajada vertiginosa llena de escalones muy altos, las piernas empiezan a sufrir y las rodillas crujen cual cuadernas de barcos de madera.
Parece mentira, la tortura no acaba, el único alivio es que, poco a poco, van apareciendo tejados de casas colgadas del abismo. La proximidad de una población consuela.
Por unas escaleras repletas de verdín que hacen muy resbaladiza la bajada, llegamos a una calle angosta y empedrada que, tras pasar por varios arcos, nos deja en una plaza repleta de bares. Estamos en la orilla de la ría.
¡Pasaia! ¡Pasaia!
¡Dios! ¡Qué pinchos! El ansia viva puede con nosotros y cometemos un error de principiantes: nos sentamos, pensando que lo que nos resta es poco. En el Camino esas licencias se pagan.
Pasada más de media hora, sentados y bien comidos, volvemos al camino.
Las piernas protestan al pensar que ya se había acabado por hoy, pobrecillas, no saben lo que las espera.
Cruzamos la ría en una barquita junto a otros peregrinos, es la primera vez que, en los cinco caminos que llevo, utilizo este medio de transporte. No será la ultima en este camino del Norte.
Al otro lado de la ría avanzamos en dirección al mar extasiados con el paisaje y la serenidad del ambiente. Desde aquí podemos ver el maldito camino que hemos bajado y como otros peregrinos sufren por esa intrincada senda.
Cuando parece que vamos a tener que seguir andando sobre las aguas como un Moises cualquiera, la flecha amarilla nos señala un camino de subida con unos escalones hechos a propósito para ser subidos por el gato con botas.
Si la bajada fue penosa, la subida es brutal. Deseas que cada recodo sea el último, pero no. Agazapados esperan una y otra ristra de escalones. Creo perder las piernas. Tras un recoveco, sin avisar, desaparecen.
El camino, entonces, se suaviza y, al ir bordeando la costa, nos animamos. Estamos esperanzados ante la inminente aparición de Donosti.
Ya se sabe que el Camino es una caja de sorpresas. Súbitamente, la esperanza se convierte en ansiedad: una equivocación al elegir in camino, nos hace andar unos cuantos kilómetros más. Lo que en circunstancias normales no tendría importancia, en estos momentos me lleva a pensar seriamente en abandonar. A punto estoy de sentarme definitivamente al borde del camino. Con gran esfuerzo, me convenzo de que debo seguir y decido echar a andar. Camino como sonámbulo. ¿Una pájara? Seguro que sí. Ha sido muy fuerte. Nunca me había sentido tan mal, tan débil, tan desanimado.
Por fin, una pronunciada cuesta nos entrega a Donosti. Buscamos desesperadamente donde beber algo, entramos en un bar y, sin mediar palabra, nos tomarnos dos cervezas seguidas. Ya estaba al borde de la deshidratación.
Después, lentamente callejeamos en busca de la pensión y de una reparadora comida, preludio de una merecida y necesaria siesta. Caigo en la cama como un fardo de tierra, en el camino hacia el colchón ya estoy dormido.
Una hora después, despierto totalmente recuperado, incluso me creo capaz de recorrer una segunda etapa.
Salimos a la calle, el ambiente está muy animado. En una de las plazas hay una fiesta gallega. El sonido de las gaitas me recuerdan la plaza del Obradoiro, que este año no vamos a visitar.
Para estirar un poco la piernas recorremos la playa de la Concha de punta a punta, despacio dejándonos arropar por la gente que pasea tranquila y despreocupada.
Sobre la 8,30 ya estamos cenando. Para rematar la jornada y bajar la cena nos acercamos con pasos cansinos a la catedral.
Tan solo resta preparar la mochila, la ropa del día siguiente y descansar. No han dado la 10:30 cuando pierdo la consciencia y entro en estado vegetativo.
Fotografía: J Ruiz
Repaso mentalmente las etapas, subidas y bajadas, kilómetros y más kilómetros. Tendido en la cama, solo de imaginar, ya empiezo a cansarme. Me embarga la duda sobre si voy a poder llegar a Santander andando. No lo sé, tan solo deseo que la rodilla no se haga notar demasiado.
Entre unas cavilaciones y otras, el móvil empieza a retorcerse y a chillar sin compasión con los que le rodean. De un salto, apago al gritón y en un periquete estoy lavado, afeitado y presto para empezar la aventura, cuanto antes mejor.
Mientras que los compañeros se preparan, exprimo los limones compulsivamente, este brebaje nos proporciona la energía necesaria para acometer la etapa y lo que se nos ponga por delante.
A las 7 ponemos los pies en la calle. Ahí estamos los tres Ruiz´s, desayunados y dispuestos a comernos el Camino. Comienza la aventura.
El aire fresco de la mañana me acaricia la cara suavemente, mientras que la humedad del mar me provoca un escalofrío de la coronilla a los dedos de los pies. ¿Mal augurio? Ya veremos.
Dejamos enseguida atrás el puente sobre el Bidasoa y nos adentramos con paso decidido por las calles de Irún. Nos cruzamos con jóvenes que vuelven de fiesta y que nos miran como si fuéramos zombis, y con barrenderos que recogen la basura que han tirados los mozalbetes del botellón.
En un abrir y cerrar de ojos salimos del centro de Irún y empezamos a ver Hondarribia en el horizonte, a la derecha el aeropuerto. Caminamos rápido junto a la carretera, hasta que una flecha amarilla nos indica que giremos a la izquierda. Abandonamos la dirección norte para tomar el margen derecho del río.
Las barcas atadas en la orilla se suceden, hasta alguna se adivina en el fondo, hundida. El verde y la humedad nos envuelven, las botan chorrean con la escarcha matinal y las huertas se suceden sin parar .
El camino se va empinando poco a poco, sin darnos cuenta, hasta que al llegar al Santuario de Guadalupe estamos sin resuello.
Como suele pasar en todos los caminos, el santuario está cerrado y es una anciana, que regenta un puesto de refrescos, quien tiene que sellarnos la credencial. ¡Esto es el Camino! ¡Sí, señor! ¡Esto es la iglesia!
Después de recuperar el aliento, continuamos nuestra subida. Nos adentramos por sendas de montaña sin perder de vista Hondarribia y el mar, el mar y Hondarribia. Ahora son las nieblas las que nos ocultan el paisaje.
El tiempo es soleado con una brisa ligera que nos refresca de estos primeros sudores y, la verdad, se agradece su compañía.
Hoy es un día para ir midiendo las fuerzas y los ritmos, ya se sabe que en estos primeros días, podemos equivocarnos y gastar fuerzas al principio de las etapa que luego en los finales son necesarias.
El camino es muy llevadero, voy cual perrillo tras de un palo, haciendo fotos, parando y arrancando, mientras los otros dos Ruiz´s caminan en animada conversación.
Son las 9,30 y no tiene que estar muy lejos Pasai, llevamos casi tres horas andando y los 16 km que hay desde Irún deben estar a punto de cumplirse.
El cuerpo pide ya reponer gasolina. Con estos pensamientos e imaginando esas barras repletas de pinchos, el camino me sorprende con una bajada vertiginosa llena de escalones muy altos, las piernas empiezan a sufrir y las rodillas crujen cual cuadernas de barcos de madera.
Parece mentira, la tortura no acaba, el único alivio es que, poco a poco, van apareciendo tejados de casas colgadas del abismo. La proximidad de una población consuela.
Por unas escaleras repletas de verdín que hacen muy resbaladiza la bajada, llegamos a una calle angosta y empedrada que, tras pasar por varios arcos, nos deja en una plaza repleta de bares. Estamos en la orilla de la ría.
¡Pasaia! ¡Pasaia!
¡Dios! ¡Qué pinchos! El ansia viva puede con nosotros y cometemos un error de principiantes: nos sentamos, pensando que lo que nos resta es poco. En el Camino esas licencias se pagan.
Pasada más de media hora, sentados y bien comidos, volvemos al camino.
Las piernas protestan al pensar que ya se había acabado por hoy, pobrecillas, no saben lo que las espera.
Cruzamos la ría en una barquita junto a otros peregrinos, es la primera vez que, en los cinco caminos que llevo, utilizo este medio de transporte. No será la ultima en este camino del Norte.
Al otro lado de la ría avanzamos en dirección al mar extasiados con el paisaje y la serenidad del ambiente. Desde aquí podemos ver el maldito camino que hemos bajado y como otros peregrinos sufren por esa intrincada senda.
Cuando parece que vamos a tener que seguir andando sobre las aguas como un Moises cualquiera, la flecha amarilla nos señala un camino de subida con unos escalones hechos a propósito para ser subidos por el gato con botas.
Si la bajada fue penosa, la subida es brutal. Deseas que cada recodo sea el último, pero no. Agazapados esperan una y otra ristra de escalones. Creo perder las piernas. Tras un recoveco, sin avisar, desaparecen.
El camino, entonces, se suaviza y, al ir bordeando la costa, nos animamos. Estamos esperanzados ante la inminente aparición de Donosti.
Ya se sabe que el Camino es una caja de sorpresas. Súbitamente, la esperanza se convierte en ansiedad: una equivocación al elegir in camino, nos hace andar unos cuantos kilómetros más. Lo que en circunstancias normales no tendría importancia, en estos momentos me lleva a pensar seriamente en abandonar. A punto estoy de sentarme definitivamente al borde del camino. Con gran esfuerzo, me convenzo de que debo seguir y decido echar a andar. Camino como sonámbulo. ¿Una pájara? Seguro que sí. Ha sido muy fuerte. Nunca me había sentido tan mal, tan débil, tan desanimado.
Por fin, una pronunciada cuesta nos entrega a Donosti. Buscamos desesperadamente donde beber algo, entramos en un bar y, sin mediar palabra, nos tomarnos dos cervezas seguidas. Ya estaba al borde de la deshidratación.
Después, lentamente callejeamos en busca de la pensión y de una reparadora comida, preludio de una merecida y necesaria siesta. Caigo en la cama como un fardo de tierra, en el camino hacia el colchón ya estoy dormido.
Una hora después, despierto totalmente recuperado, incluso me creo capaz de recorrer una segunda etapa.
Salimos a la calle, el ambiente está muy animado. En una de las plazas hay una fiesta gallega. El sonido de las gaitas me recuerdan la plaza del Obradoiro, que este año no vamos a visitar.
Para estirar un poco la piernas recorremos la playa de la Concha de punta a punta, despacio dejándonos arropar por la gente que pasea tranquila y despreocupada.
Sobre la 8,30 ya estamos cenando. Para rematar la jornada y bajar la cena nos acercamos con pasos cansinos a la catedral.
Tan solo resta preparar la mochila, la ropa del día siguiente y descansar. No han dado la 10:30 cuando pierdo la consciencia y entro en estado vegetativo.
Fotografía: J Ruiz
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